Artículo publicado en Alois Glogar el 5-3-2019:

Hay que ser bueno, el mejor, perseguir la excelencia, mirar siempre al cielo, tomarlo, si hace falta, al asalto… Estas expresiones solían referirse al ámbito profesional de cualquier actividad. Pero cada vez es más frecuente verlas asociadas al ámbito recreativo, a las acciones de tiempo libre.

No basta con salir a correr por las mañanas; hay que planificar los entrenamientos para hacer una maratón y después un ironman. Del mismo modo que no es suficiente con saber manejar el modo manual de la cámara que hemos comprado; hay que desarrollar un proyecto, conocer las dinámicas internas de una composición, el lenguaje del color, crearte una identidad digital, difundir tu obra con estrategias seo, sumar, sin descanso, seguidores en Instagram…

¿Es esto necesario? No.

¿Hemos perdido la capacidad de, simplemente, divertirnos? No parece descabellado aventurar que sí.

¿Ya no sabemos disfrutar de ser un simple, pero feliz, fotógrafo mediocre? Parece que no.

Desde que la felicidad comenzó a asociarse a los “likes” al peso y el reconocimiento “virtual” se convirtió en la medida de la misma, no hay cabida a eso tan sencillo que es disfrutar de haber creado algo con «tus manos». Tan simple y tan fácil.

Ser un simple artesano que hace figuras de arcilla retorcida y con proporciones disparatadas es sinónimo de ser un inútil. Igual que hacer fotos solo por el placer de disparar sobre algo que a ti te resulta atractivo, aunque vaya a la contra de las modas o tendencias del momento. Prueba a subir esas fotos a un grupo de Facebook de fotografía… y prepárate para una carnicería. La tuya.

Algunos ya lo habréis sospechado: los ejemplos anteriores no eran inocentes. No. No lo son. En el primer caso estaba pensando en Miró al que todavía hay quien se resiste a darle el lugar que merecen en el arte. Y en segundo lugar estaba hablando de Saul Leiter … Sí, ese gran fotógrafo… ahora. Porque, cuando dejó de hacer moda se volvió invisible. Pasó más de una década sin que nadie hiciera caso de sus fotografías. Las mismas que ahora nos parecen (porque lo son) obras maestras.

En los dos casos les hubiera resultado más sencillo intentar seguir los caminos imperantes en su época. Las modas. Esforzarse por llegar a ellas. Hubieran sido más… ¿felices?

Antes de seguir un poco de autocrítica. Yo soy el primero que no concibe la fotografía sin el máximo nivel de exigencia. No encuentro fin a lo que puedo (¿debo?) aprender al respecto. Y el camino de la fotografía, tal y como lo entiendo, debe ir por la mejora y el aprendizaje continuos. Pero nunca respecto a los demás ni a lo que veo en las redes sociales. Mi medida soy yo. Mi mejora es sobre mí. Yo soy el objetivo a batir. La marca que hay que mejorar. Que lo que hago alcance más o menos reconocimiento en esas redes es algo accidental, no buscado.

Y no siento que deba justificarme por esto ni explicar ningún porqué. Ahora bien: ¿en base a que, eso debería darme derecho a pedir a nadie lo mismo? ¿En qué momento uno se convierte en medida universal de las virtudes fotográficas?… Esto, a pesar de que es lo qué está pasando (no hay más que darse una vuelta por twitter, FB o Instagram para comprobar la plaga de “medidas universales inequívocas” que circulan en libertad) no es lo correcto. Nadie está obligado a nada… y por eso, aunque parece que no mucha gente lo lee, o precisamente por eso, siempre digo en mis posts que lo escrito es “mi opinión”. Ni verdad absoluta, ni dogma de fe… una opinión.

Nada debería impedir a nadie entregarse a la felicidad de crear sin más pretensión que ver cómo algo surge de sus manos (si hablamos de un trabajo artesanal) o cómo una idea queda capturada en la tarjeta de memoria de su cámara. Da igual que lo que en tu imaginación era un busto se haya convertido en unos bultos más cercanos a un descarte de Henry Moore que a la intención realista que tenías. O que tu fotografía esté enfrentada a, absolutamente, todas las reglas de composición de cualquier época. ¿Que importa? ¿Acaso el mundo está esperando nuestra madurez artística para esquivar el Apocalipsis?… Nunca se sabe, pero lo más probable es que no.

Se nos olvida algo. Quizás el más importante (y olvidado) de todos los elementos que componen casi cualquier proceso creativo artístico: la felicidad.

Detengámonos un instante aquí. Echemos la vista atrás. ¿Recordáis esa sensación primigenia? ¿Cuando estabais aprendiendo los rudimentos de la creación? ¿Esa sonrisa irrefrenable que brotaba cuando dabais un paso atrás para ver vuestra primeras creaciones con perspectiva?… Eso, aunque con el tiempo se haya cubierto con el polvo de la rutina, era felicidad. La de ver “nacer” algo de vuestras manos. De comprobar que sí, que, aunque desastre, era mejor creación que la anterior. Una felicidad que solo conservan los que, de verdad, solo crean para ellos. Para su satisfacción, para seguir experimentando el milagro de la génesis.

El resto dejan de ser felices en el primer recuento de “likes”. Ese es el primer paso para empezar a producir para los demás y no para ti. Lo harás queriendo o sin darte cuenta. Pero ya no eres la persona ilusionada con hacer realidad una idea. Eres un artesano que se presiona a si mismo por la aceptación del producto. Por el encaje de lo que haces en la última corriente (estúpida) nacida al abrigo del adanismo de los gurús (aún más estúpidos) de las redes sociales.

Y eso es lo que hacemos, en general, ahora: convertir una ación en una obligación. Y, si elimináramos el factor económico de la ecuación, también podríamos llamarle trabajo. Horas prefijadas y cerradas para el desempeño de lo que antes era una evasión, objetivos a corto y largo plazo, agenda de sesiones, fechas de entrega, formación, reciclaje, revisión de portfolios (pagados) en concursos (supuestamente) importantes…

Una corriente que se está volviendo peligrosa. Como ejemplo, una vez más: Instagram. Un espacio “recreativo”, en origen, que ha acabado siendo un centro de negocios y una especie de medida de tú importancia en según que sectores. Del entretenimiento casual a examen permanente y medida de tu (supuesta) valía.

Y para los que pensáis que exagero, un ejemplo concreto que se hizo relativamente famoso mientras escribo esto. Yvette Roman es una fotógrafa y formadora que fue contactada por Canon (a través de una empresa intermediaria, según la versión de los hechos de la marca japonesa); pero cuando ya estaba todo hablado la multinacional se echó atrás. El motivo: el Instagram de Yvette no llegaba a los 50.000 seguidores.

No se trataba de que el trabajo de la fotógrafa no alcanzara unos mínimos de calidad, o que la línea estética no encajara en la política de imagen de la marca o, como pasa cada vez más: una declaración desafortunada o un tweet antiguo acabaran con su oportunidad bajo una tormenta de ofendidos ociosos.

No.

Simple y llanamente se consideró que el impacto en redes sociales de Yvette era escaso y eso la invalidaba para el trabajo. Algo aún más llamativo si se tiene en cuenta que Canon había contratado (esta vez de manera directa, según la versión de la fotógrafa) sus servicios en ocasiones anteriores.

El valor del trabajo deja de corresponder a las virtudes, hallazgos y cualidades del mismo para responder a la valoración que otros hagan de el. “Otros” que, en su mayoría no sabrían distinguir un retrato de un autorretrato. Y solo importa la supuesta difusión que puedas ofrecer en redes sociales.

Aquí debería hablar de los seguidores comprados e inactivos, del engagement, del alcance, de las impresiones, de la teoría de “la larga cola“… Pero me desviaría del tema. Lo dejamos para una “extensión” de este post.

Como decía antes, retomando el hilo, el proceso creativo, sin más objetivo que la creación y la autosuperación (o no…) deja de ser un elemento de la ecuación. Solo importa el encaje en la corriente de “moda” y los “likes” que se puedan conseguir. Estos son los verdaderos objetivos.

Ya no es suficiente con aprender a hacer algo que te gusta y disfrutarlo sin más aspiración. De hecho, como tantas veces ha denunciado Rosa Olivares , la mayor perversión de la formación artística es que no se enseña a desarrollar las capacidades propias. La formación está encaminada a aprender a hacer las cosas “al modo de…”

Y cuando aprendes de ese modo, con unos ejemplos definidos de lo que es el objetivo, de lo que está “bien”, si tus formadores no saben dejarte claro que el objetivo eres tú y no el modelo mostrado, se corre el peligro de que suceda lo comentado antes: vivir embarcado en una persecución sin final de ese “bien” que sólo genera angustia y ansiedad cuando lo que debería de proporcionarnos es paz, felicidad, desconexión, crecimiento personal…

Pero ¿qué crecimiento personal nos da valorarnos en base a lo que nos valoran otros? ¿Qué paz trae vivir en una carrera sin fin buscando esa aprobación ajena? ¿Es real esa felicidad que viene de fuera y no de nuestro interior? Y lo que es más importante…

Detengámonos, otra vez, aquí. Porque esta frontera es muy porosa: ¿cuánto tiempo hace que tu bonita afición se transformó en una obligación? ¿Recuerdas la última vez que fuiste feliz solo mirando tus fotografías; sin desviar la atención al número de likes?

Y esto, indefectiblemente, genera dos grandes problemas. La disolución de la idea (concepto) del hobby (ación) en favor de una segunda obligación; un segundo trabajo. Como dice Byung Chul Han en “La sociedad del cansancio” desaparece el tiempo de ocio para que todo el tiempo, poco a poco, sea tiempo de trabajo. Ya no hay desconexión. Pasamos de lo que nos exigen a lo que nos exigimos. Ya nadie se conforma con satisfacer los deseos, innatos al ser humano, de crear y descubrir… de hecho crear y descubrir pasan de objetivos a herramientas para conseguir el éxito y el reconocimiento de lo que hacemos con nuestra ex afición.

Ahora lo que queremos es que sean las redes sociales las que nos “creen” y nos “descubran”. No buscamos satisfacernos; ansiamos satisfacer al monstruo ciego y sin paladar que estas son.

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